Siempre he necesitado expresar mi mundo interior.
Cuando era adolescente, pensé que aprendería a dibujar y luego a escribir. La fotografía es algo muy íntimo para mí. Mi padre era un fotógrafo aficionado. Tomó fotografías de setas en el bosque, flores, gatos y mis retratos cuando era pequeña. Nada especial, pero el cuarto oscuro donde revelaba sus fotografías tenía algo mágico. Cuando era niño, me fascinaba esta magia. Todos esos momentos que pasé con mi padre mirando sus fotos me impactaron profundamente y hoy tengo la sensación de que nunca se atrevió a desarrollar realmente su pasión.
Mi primer interés por la fotografía se remonta a esta época; sobre todo, guardo la huella imborrable de una determinación, la de seguir los propios sueños. Testigo del camino razonable que habían elegido mis padres –el de ingeniero– para “asegurar la vida cotidiana” en una Unión Soviética donde la ensoñación tenía poco lugar, comprendí desde muy joven cómo la vida a veces nos desviaba de nuestro camino. Recuerdo que Jacques Brel decía que nunca debemos renunciar a la investigación, a la aventura, a la vida, al amor... porque la felicidad es nuestro verdadero destino.
Una búsqueda como la de la belleza en esta época atormentada y decepciones tras la esperanza en un momento en el que la perestroika soplaba un prometedor viento de cambio sobre su país. Después de quince años de práctica de la sociología, me centré en mi investigación sobre esta armonía, que me parecía que tanto faltaba. Lo que me gusta recordar es lo que queda de la belleza de los movimientos, de su poesía. Me gusta observar el misterio del movimiento, su nacimiento. Él aparece y al segundo siguiente ya no está. ¿De dónde viene esta belleza? …